Del baúl XIX

domingo, 8 de enero de 2012

 Permíteme ser tu libertad

Comenzaba a sentirme cansada de tanto subir. De caminar. No corría, porque no tenía prisa. O, al menos, no tanta. No obstante, sabía que debía seguir, seguir, seguir. Debía llegar. No era una cima empinada o, al menos, no demasiado, pero tampoco era como si me dedicara al montañismo en mis tiempos libres y no se me hacía del todo fácil. Sentía la respiración entrecortada y las piernas me pesaban, provocando que debiera detenerme a ratos a recuperar fuerzas. Más que mi jadeo o el corazón que comenzaba a latir en mis oídos, eran las piernas las que siempre me traicionaban.

Me dolían y me costaba volverlas a poner en movimiento, pero tenía que esforzarme. Debía llegar. Afortunadamente, el tiempo estaba helado y las nubes cubrían el sol en el horizonte. Mi propia agitación me tenía acalorada, pero si le sol hubiera estado sobre mí, habría ido mucho más lento y habría tenido que descansar más para conseguirlo. Pero aparentemente el clima estaba de mi parte esta vez.

Con un último jadeo, vi su figura recortada delante de mí. Volví a detenerme para recuperar el aliento y me pasé la mano por la frente, donde pequeñas gotas de sudor se acumulaban en mi piel. Mi ropa estaba desgastada, aunque siempre había sido sencilla y bastante embarrada con tierra y piedrecitas del camino. Se pegaba a mi cuerpo, debido a la transpiración y al esfuerzo físico y me incomodaba, pero no pensaba en ello mayormente.

Durante todo le trayecto, no había pensado mayormente en mis palabras, porque lo cierto era que no sabía qué quería. Y sin saber eso, era poco lo que podía avanzar en cualquier cosa que pudiera decir. ¿La detenía? ¿La animaba a seguir? ¿Me limitaba a observar? ¿Qué era lo que realmente deseaba? Avancé unos pasos, dubitativa, sintiendo la grava bajo mis pies, crujiendo, delatando mi presencia, aunque ella ya supiera que yo estaba allí.

                Su figura era destacable nada más a simple vista. No era una belleza física, de los rasgos de su rostro o de las formas de su cuerpo, porque eso —al menos a mis ojos— era más bien normal y corriente, como la de cualquier chica de esa edad. Una figura promedio. Pero había algo más que la distinguía a sola primera vista. No, no era algo tan clásico y literario como su mirada o una especie de aura angelical que la cubría. Era algo más simple.

                Ella no era normal. No era como yo. Y lo notaba. Era obvio, en realidad. Carne y hueso no eran parte de ella, pero tampoco era intangible. Simplemente no todos podían sentir su toque. Y a veces, en esas oscuras ocasiones en que me abandonaba, volverla a sentir solía ser duro.

                —Cumpliste con tu palabra —dijo luego de unos segundos de silencio. Sonreí, aún agotada y poco dada al juego verbal que era tan común entre nosotras. Asentí con la cabeza, pese a que estaba de espaldas a mí, frente al acantilado que se desplegaba frente a sus ojos. No temía por ella. Creía. No estaba segura, en realidad, porque seguía sin definir qué era lo que quería.

                —Sabías que vendría —murmuré, más por rellenar el silencio que otra cosa. De pronto, me sentí abatida, derrotada, como si una fuerza desconocida me hubiera arrancado algo de mi interior. Sentí que el pecho me pesaba y que la boca me sabía amarga. Parpadeé un poco y al enfocar nuevamente la vista, el rostro tranquilo de ella me sonreía con cierta resignación—. No es nada —le aseguré rápidamente, pero me senté en el árido suelo, sintiéndome mareada—. ¿Qué has decidido?

                Ella rió suavemente, divertida, poniendo una mano en mi cabeza, en una actitud fraternal.

                —¿Cómo puedo saberlo si tú todavía dudas?

                Eran esa clase de preguntas aparentemente profundas, pero que en nuestro caso solo traían más incertidumbre y amargura a lo que ocurría. Bajé la cabeza, suspirando levemente. Quería sentirla cercana. No quería que se marchara, donde quizás podría perderla, donde quizás se desdibujara en solo más dolor, en más vacío. No quería que su alma se perdiera en mis propios pensamientos.

                —No quiero perderte —admití, sin mirarla a los ojos.

                —No puedo prometerte eso —dijo—, porque depende de ti. Pero esto no va a cambiar nada —señaló el acantilado. Quizás tenía razón. Solo era un salto, ¿qué podría salir mal, después de todo? Una sollozo tranquilo y alegre se atragantó en mi garganta, recordando tantas cosas que en ese lugar siempre reaparecían. Ella me miró con tranquilidad, sentándose a mi lado, observando hacia adelante, a un punto definido de la nada, simplemente acompañándome.

                Por eso me gustaba ese lugar, aunque me costara tanto trabajo subir. Porque siempre estaba ella allí, esperando por mí, aguardando a que pudiera pensar. Ser libre de pensar, de soltar las argollas que estrangulaban mis muñecas, quedando abandonadas entre la grava. Mi piel respiraba mejor. Pero lo principal era que podía pensar sin miedo a nada. Ni a otros. Ni a mí misma. Porque allí estaba ella.

                —Estás pensando en lo que él dijo —murmuró como quien no quiere la cosa, viendo como una mariposa cruzaba el lugar—. ¿Me equivoco?

                —Nunca lo haces —me burlé con cierta complicidad. Hice una pausa durante algunos segundos y asentí con la cabeza—. Sí, lo pensaba. Es extraño, en realidad. Me ayudó. De un modo retorcido, por supuesto. —Sonreí por lo bajo—. Pero ayudó. Me siento agradecida, lo que es insólito ¿no crees?

                No obstante, recordar sus palabras indudablemente me hacía regresar hacia las que las causaron. Una secuencia de palabras, iniciadas del dolor y mis ojos se empañan de lágrimas. Son lágrimas de dolor, acompañadas por una sonrisa de gratitud. Limpié su rastro con mi mano y me froté los ojos, sin dejar de sonreír.

                —Es bello ver el cambio por una vez. —Ha elegido sus palabras con cuidado, como siempre y entiendo su significado—. Si enjuagaras tus lágrimas más seguido y dejaras que tus labios sonrieran en su lugar, podrías sentir tu corazón sanando. —Aferró mi mano, mirándome a los ojos—. Sé que no es fácil. Sé lo que sientes. —Sonrió y su sonrisa trajo más lágrimas a mis ojos, que dejé caer—. ¿Cómo no podría?

                —Eres lo único que tengo, ¿lo sabes? —murmuré con la voz entrecortada. Ella asintió en silencio—. Quiero que seas suficiente, aunque quizás te esté pidiendo demasiado. Estoy aferrándome tanto a ti, que siento que es injusto. —Me reí de buena gana cuando ella comenzó a hacerlo—. Lo sé, lo sé, es absurdo. Pero tantos me han dicho que si quiero conservarte, también debo…

                —Cambiar.

                —“Soñar, no hace ningún bien, Harry, si olvidas vivir” —cité, recordando la sabia y anciana voz de Dumbledore—. Por ahora, voy a dejar eso de vivir pendiente, ¿qué opinas? —Sonreí con cierta tristeza.

                Ella cambió su posición y se sentó en la posición del indio frente a mí, mirándome con cierta seriedad, esa expresión extraña y particular que empleaba cuando intentaba decirme algo importante y creía que no le estaba entendiendo.

                —No tiene por qué ser hoy, no tiene por qué ser mañana. —Se cruzó de brazos, entornando los ojos, mientras una mueca divertida se esbozaba en su rostro. Se levantó de repente, pegando un gran salto, que levantó grava y tierra a mi alrededor—. No hagas nada porque el resto te lo haya dicho. —Soltó una carcajada—. ¿Qué saben ellos de ti que no sepas tú misma? —Me ofreció su mano y me levanté. Señaló más allá del acantilado, un lugar al que no podía llegar—. No permitas que nadie te empuje. Ni que nadie te haga retroceder más. Da el paso cuando tú lo decidas.

                —Muy metafórico ¿eh? —La codeé con cierta mofa—. Creo que estamos rayando en lo clásico, amiga.

                Ella se encogió de hombros, alzando un poco las manos.

                —No puedes culparme por intentar ¿verdad? Lo clásico a veces suele ser muy útil además. —Observó su alrededor, bostezando un poco. Se restregó un ojo y observó con curiosidad mis ropas gastadas—. Cada vez están más limpias. Comienzas a aprender cómo no caerte mientras corres ¿no?

                —Sigue siendo difícil. —Me llevé una mano a la nuca, rodando los ojos. Me abstuve de hacer comentarios sensibeleros al respecto. Solo a ella le resultaban como algo que valía la pena escuchar. En mi caso, solo se transformaban en vomitivas cursilerías. Era mejor guardar silencio. El silencio nunca era lo suficientemente apreciado por todos. Algunos pasaban la vida sin decir muchas de las cosas que quisieran y otros que rellenaban la falta de sonido con cualquier cosa a su alcance. Pero como siempre, la virtud estaba en el justo medio. Qué grande fue Aristóteles al decir eso. Siempre. El justo medio. A veces era divertido o cómodo estar en algún extremo, pero ese justo medio siempre debe prevalecer.

                Ella volvió a levantarse y sonrió.

                —¿Ya te has decidido?

                No necesité responderle. Ella ya podía sentirlo. Se acercó con grácil delicadez hacia el borde del acantilado. No iba a caer en realidad, porque era diferente. Yo caería, sin duda, pero no ella. Me acerqué hasta lo máximo que dieron mis ataduras, que me impedían seguir avanzando. Forcejeé un poco con las argollas de mis muñecas, pero volvían a estar allí, encarnándose en mi piel y aparté la mirada, resignada a que continuara así. Ella volteó solo un segundo y, sin decir palabra, saltó tomando un poco de impulso. Cuando lo hizo, se quedó allí, flotando y avanzando en el aire, como si estuviera volando en ese espacio entre la tierra y la nada, con una ágil alegría.

                Me acerqué al borde y la observé, admirada por su libertad y por su desenvoltura, jurando que algún día yo podría ser igual. Ella me tendió su mano y yo extendí la mía, sintiendo las yemas de mis dedos rozar las suyas apenas. Cuando lo hice, su mano se deshizo en un cúmulo de pequeñas motas negras que yo reconocía muy bien, pero que parecían delicadas pelusas a quien viera a simple vista. Pronto, todo su cuerpo se hubo deshecho en aquella tormenta de letras, envolviendo el aire con su torbellino.

                Esas letras también me envolvieron, rozándome apenas, para luego terminar desapareciendo en el mismo lugar donde habían aparecido. No obstante, antes de que la última de ellas se convirtiera en nada más que aire, logré escuchar con suficiente claridad:

                —Permíteme ser tu libertad.

                Sonreí y asentí con la cabeza. Sabía muy bien qué palabras decir, por supuesto. ¿Cómo podría ser de otro modo? Viéndome sola, comencé el camino de regreso lentamente. Todos los días volvería a aquel lugar y volvería a sentirme como yo misma, unida a esa compañera eterna que podía ir más allá de lo que yo nunca iría. Quizás, algún día, podríamos ir juntas a todos esos lugares en que ahora solo ella podía aventurarse.

                Quizás, algún día, podríamos juntas saltar de aquel acantilado y deshacernos en solo un mar de letras negras que se envuelven a sí mismas. Tal vez un día.

                Pero por ahora era más que suficiente.

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