Del baúl V

domingo, 8 de enero de 2012

 Desenfreno de Pensamientos


No tenía nada más que hacer, no tenía más fuerzas, más control en mi cuerpo. Cada célula de mi ser gritaba, vociferaba, ¡exigía libertad! ¡Exigía libertad! ¿Dónde estaba mi libertad? ¿Qué? ¿Dieciocho tengo? Pues no lo siento. Siento que apenas el mundo se abre para mí. Que todos esos años han pasado en vano, que mi piel sigue dormida, que mi corazón recién comienza a comprender lo que es latir, que mis ojos recién comienzan a arder con el fuego de una chica normal.

Nada de esto era justo. Sólo podía oír en mi mente las mismas palabras, el mismo sentido, lo que me arañó durante horas, días, semanas, burlándose de mí: ¡Cobarde, cobarde, cobarde! ¡Patética! ¡Inútil! Y ahora podía notar que ya no podía resistirlo más. ¿Para qué hacerlo? ¿Para qué tanto control? Si sólo traía dolor a mis pensamientos, melancolía a mis palabras, oscuridad a mis ojos. Sentía que si me detenía un segundo más a contener el torrente de libertad que pugnaba por salir, solo terminaría destruyéndome, rasgando mi piel gritando auxilio. Gritando cuando no había por qué sufrir.

Sonreí y no lo dudé más. Agarré mi chaqueta, el dinero que debía costear cosas más importantes —¿había algo más importante, en aquel momento, que la libertad?— y corrí escaleras abajo. Robé las llaves y me detuve un momento en la puerta. Nadie se percataba de mí, no había necesidad de llamar la atención. Salí con naturalidad, aprestándome al momento crucial cuando debería abrir el portón. No había nadie, aunque no podía confiarme. Por lo demás, seguramente ya alguien saldría a revisar por qué había salido.

No podía esperar ni un segundo más. Con manos temblorosas por la emoción, me deshice de la cerradura y, sin mirar atrás, con el corazón latiéndome a mil por hora, eché a correr. Simplemente corrí, riéndome como una histérica, forzando mis piernas a avanzar a la parada de autobuses. La suerte me sonreía, pues justo pasó un bus que me servía a donde deseaba ir. Mi celular sonó como loco, pero lo ignoré.

Sonreía y, cortando la llamada, tomé mi móvil y llamé a la persona que necesitaba. Me tomó algunos minutos conseguir que me contestara, pero estaba demasiado emocionada y radiante como para que eso me molestara.

—La necesito ahora —murmuré sin siquiera saludar. Él sabía a lo que me refería, pero no disimuló su sorpresa al escucharme.

—¿Está todo bien? Digo, sé que no te dejan hacer esto…

Solté una amplia carcajada y le conté brevemente lo ocurrido. No me felicitó ni me retó, hubiera apostado a que simplemente se encogió de hombros al escucharlo. Me dijo el precio y acordamos reunirnos en la plaza junto a la Iglesia; después de todo, después solo necesitaría un rincón para acabar con esa locura. Pero era lo que quería. Era libertad en cada paso. A cada segundo.

Apagué el celular, que no dejaba de sonar a cada minuto. El corazón seguía acelerado y lo consideré una nueva señal. No había rastro de miedo, sólo de pura y embriagante libertad, de poder, de fuerza, de vida. Sentía cada fibra de mi cuerpo realmente unido a mi esencia, como si recién se diera cuenta de que estaba allí, lista para sentir, para experimentar, para perderse en el vértigo. Cuando distinguí al chico que esperaba en la esquina, con cara de desconfianza y paranoia, mirando alrededor recurrenetemente, volví a soltar una carcajada. Le alargué rápidamente el dinero y a cambio recibí lo que deseaba.

Me acerqué a él y le susurré en el oído que necesitaba algo con que utilizar lo que había comprado, porque no contaba con él. De mala gana, el muchacho me facilitó lo que necesitaba y le di un beso en la mejilla como un leve capricho. Aún tenía una cosa que hacer antes de hundirme en el último abismo. Y sin perder más tiempo, corrí hacia el edificio rosado en una de las tantas calles que conociera casi de memoria, pero que recién ahora podía ver con mis ojos libres y genuinos. Sin trabas. Sin cadenas.

Llegué sin tardanza, jadeante, pero con el alma intensa y la mayor felicidad en mi interior como jamás la había sentido. Hice salir a quien necesitaba, que lucía tan sorprendido como el anterior. Me saludó amigablemente y preguntó qué pasaba, qué sucedía. No le iba a contar. No estaba allí para hablar. Lo miré un momento y sonreí, enternecida. Sentí que algo iba a estallar en mi mente, pero conservé el control. Él empezó a reírse de mi estado, pero no le di tiempo para nada más.

Con una mirada decidida y sin darle tiempo a reaccionar —ya que sin “ayuda” yo no era ni por asomo más fuerte que él—, lo estampé contra una pared y lo besé. No perdí el tiempo, mi inexperiencia fue vencida por el ímpetu y la sorpresa consiguió evitar el lógico empujón que debía recibir. Saboreé sus labios sin pensar en nada más, enredando mis dedos en su cabello rizado y sintiendo en mi nariz su perfume, con el que soñé tantas noches. Me separé con una sonrisa en mi rostro contraído por la emoción.

—Gracias —susurré en su oído y no esperé una respuesta. Simplemente, volví a echarme a correr. Sabía que mis emociones no iban a cooperar mucho más, menos mi cuerpo; por eso había debido llamar a mi primer conocido. El miedo y el remordimiento comenzaron a arrastrarse por mis venas, buscando mis pensamientos, pero no iba a permitir que aquel día se arruinara por mi cobardía. Había logrado muchas cosas.
Había otras tantas que no alcanzaría a obtener, pero no importaba. Con solo sentir el viento en mi cara, sus labios en los míos, mis ojos en la salvaje ciudad… podía darme por satisfecha.

Encontré un lugar oscuro y discreto a no pocas manzanas de aquel inolvidable momento con quien estuviera enamorada cinco años. Sabía que las emociones decaerían en algún momento y no pensaba continuar pensando en eso. Respiré algo del viciado aire y volví a sonreír. Eché a la basura el móvil apagado y me subí la manga izquierda, para luego proceder a amarrar una cinta a i brazo hasta que la circulación comenzó a cortarse. El cosquilleante dolor me hizo hacer una mueca, que parecía una sonrisa. Preparé la jeringa y aguardó unos segundos.

Tenía demasiada heroína para una sola dosis. ¿Qué debería hacer? La respuesta llegó tan pronto como terminé de formular la pregunta. No necesitaba otra dosis. Nunca más tendría que hacerlo. Una primera, única y última vez. Sabía lo que debía hacer. No hice más ceremonial que llenar la jeringa hasta el fondo, sin escatimar ni una sola gota e inyectármelo con violencia en el brazo. Y no supe mucho más. No supe si pasaron minutos, horas, días, si había gente a mi alrededor o estaba sola, como siempre lo había estado. No necesitaba saberlo. Las sensaciones distraían mi mente, que se hundía como en agua fangosa en lo más hondo de la nada. Esto era lo que quería. Libertad… efímera e intensa libertad. Y luego… muerte.

Y lo conseguí.


Suspiré con melancolía al poner el punto final. Sí, locuras de una mente restringida a solo soñar, a ver sus deseos más profundos y caóticos simplemente como un reflejo de tinta inexistente. Por supuesto, seguramente, si algún día conseguía que mis ojos volvieran a arder con la llama de tan solo dieciocho años, seguramente no querría apagarla tan rápidamente. La cuidaría mucho, temiendo a cada segundo que su fuego se volviera cera y cenizas. Pero aún no se prendía, así que ¿qué sentido tenía pensar en ello?

Guardé el archivo, sintiendo que el dolor y la impotencia me destazaban en dos, pero con una expresión impasible en mi rostro. Cobarde. Patética. Inútil. Y quizás todavía debieran pasar muchos años para que eso cambiara. ¿Cambiaría alguna vez? ¿Podría hacerlo? ¿O simplemente terminaría con una hoja en mi piel, rogando por auxilio, rogando por la muerte, pese a que el dolor no era tanto? Sí, quizás ese deba ser mi destino. Siempre el plan B listo por si la vida resulta demasiado para mí, por si mi corazón se detiene un día y simplemente diga: no puedo latir con lo que me entregas.

Y simplemente le diré: Está bien, puedes dejar de latir.

1 comentario:

  1. (Suspiro resignado) ¿Quieres saber algo curioso? La primera vez que leí esto en LJ tuve que hacerlo tres veces. La primera, obvio, para saber que era; la segunda porque no me lo podía creer y la tercera para quitarme las pocas dudas que me quedaban. Llegué a la conclusión de que esto era algo demasiado personal como para poder comentarlo. Y aún soy del mismo parecer. Tal vez otro día, cuando mi empatía este apagada y mi lado oscuro tenga ganas de herir a alguien. Aunque tal vez cuando ese día llegue ya no tendré razones para comentar. El destino es incierto, la vida es loca.

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