Susurro: El que comienza

domingo, 23 de diciembre de 2012

Aunque no le parecía una idea brillante, Hernán sí estaba seguro de que tenía una idea más o menos buena entre manos. Comenzó a escribir con tranquilidad, sabiendo que al llegar a la tercera página lo dejaría para más tarde. Era esencial partir lentamente para masticar la trama y los personajes y cuestionarse qué haría a continuación. 

Además, el sueño pronto lo vencería. A las cuatro de la madrugada tampoco iba a planear  escribir 500 páginas. Pero tener el comienzo siempre le había parecido algo positivo; así, durante la mañana podría tener un piso sobre el cual comenzar a caminar.

―«Eso es mentira»

―No ahora.

¿Cómo podría hacer la presentación del asesino y su víctima? Hernán siempre se preocupaba de evitar los clichés y la repetición, pero incluso a él, que había pasado toda su vida en ese oficio, se le hacía difícil tener un inicio libre de repeticiones. ¡Incluso a veces repetía las mismas fórmulas de sus escritos anteriores! «Un homenaje a mí mismo», solía bromear cuando lo descubría.

―«No tiene sentido hacer esto nuevamente, viejo». 

El escritor fulminó con su mirada al pequeño demonio que hacía morisquetas sobre el cúmulo de papeles de su escritorio y continuó en lo suyo. Ignorarlo era la mejor estrategia para evitar que lo distrajera. Tarde o temprano siempre se aburría y se ponía a revisar sus anteriores textos, lanzando a cada tanto expresiones de desprecio o admiración ―aunque estas últimas eran las menos comunes― a medida que leía.

Un par de líneas más tardes, Hernán comenzó a dudar acerca de la trama de su actual historia. ¿Qué iba a contar realmente? ¿La historia del asesino? ¿La historia de la víctima? ¿La de ambos? Eso definitivamente no sonaba como algo novedoso, aunque, por supuesto, eso dependería de cómo desarrollase el argumento. Aun así, había algo que no terminaba de cuajar y que empezaba a molestarle.

Y si le molestaba a tan solo tres párrafos de haber iniciado, eso no auguraba nada bueno para las siguientes cientos de hojas que planeaba escribir. Se recostó en la silla y se llevó la mano a la espalda con un gesto de dolor. Quizás era hora de remodelar esa silla en particular… agregarle un cojín o una funda mullida. Cambiarla definitivamente iba en contra de su manía por conservar las cosas, pero tal vez pudiera adaptarla a sus nuevas ‘necesidades’.

―«Deberías ordenar este chiquero». 

―¿Crees que un joven estudiante de ingeniería podría convertirse en un asesino?

―«Todos podrían, eso lo sabes».

Me refiero a si sonará creíble. No parece que Diego pudiera realmente convertirse en uno. Es feliz. Tiene novia y una carrera prometedora. Sale de fiesta cada fin de semana y se queja de sus exámenes. Tiene buenos amigos y una familia unida. Tiene una vida perfecta. ¿Por qué querría…?

«Ya encontraste su motivación».

―¿Que tiene una vida perfecta? ―Frunció el ceño con su ya conocida expresión exasperada.

«Que parece demasiado perfecta. Seguro algo no anda bien ahí. ¿Y no que ibas a ignorarme?»

Hernán guardó silencio un momento y se quedó pensativo. ¿Una vida demasiado perfecta que no es tan perfecta en realidad? Eso sonaba simplemente a novela para adolescentes. El tópico: “Las cosas no son lo que aparentan” había sido manoseado demasiadas veces. Él no quería intentar aquello.

Quizás su idea original de esa madrugada no fuera tan buena después de todo. No obstante, se obligó a sí mismo a seguir escribiendo. ¡Nadie podía predecir si en la línea siguiente no se le iluminaba el camino! Además, tenía que cumplir con su reto de 1.000 palabras diarias. 

Pronto se dio cuenta de que su estrategia estaba funcionando. No iba a contar la historia de un asesino, ni de su víctima, ni siquiera del detective de turno… Iba a contar la historia de un testigo. ¡Pero no de cualquier testigo! De un niño. Un niño bastante listo, sin duda alguna, que vio uno de los crímenes del asesino y que conocía a la víctima.

Entusiasmado por su nueva idea ―aunque el demonio a su lado tuviera una ceja alzada ante aquel nuevo disparate― se dedicó a escribir las quinientas palabras restantes que tenía agendadas. Por la mañana seguiría, cuando tuviera más fuerzas, pero tenía que dejar la historia comenzada.

―«¿Otra más?» ―preguntó el demonio a su lado. Se había cruzado de brazos y lo miraba con fastidio y reprobación. Le recordaba a la mirada de su padre cuando, de joven, volvía borracho de una fiesta universitaria.

―No sé de qué hablas ―dijo Hernán mientras se levantaba del escritorio y caminaba hacia la cama―. Mañana será otro día.

―Sí, mañana será otro día. ¿Eres consciente de que todos los días empiezas una novela nueva? ¡¿Qué tal si, no lo sé… avanzas alguna?! ―Abrió las alas de murciélago que tenía y Hernán se preguntó si no se vería mejor con alas emplumadas, como las de un ángel―. ¡Deja de mirarme y escucha! ¡Así nunca llegarás a ninguna parte! Si escribes tres páginas de una novela todos los días… ¡Jamás vas a terminar alguna!

El viejo escritor comenzó a sacarse la ropa para ponerse el pijama. Se lavó los dientes, cerró las cortinas, se tomó el último sorbo de café que tenía y programó su despertador para las diez de la mañana. Solía levantarse bastante temprano, pero ya que había madrugado, bien podía darse unas cuantas horas más de sueño.

Ignoró a su acompañante que meneaba la delgada cola con frustración y comenzó a ordenar todos los papeles de su escritorio. Tenía cerca de quince novelas empezadas en tan solo tres páginas y ahora iba a agregar una decimosexta. El demonio tenía razón: era probable que al despertar, tuviera otra idea y volviera a empezar una novela. 

―¿Quién dijo que quería avanzar? ―Se encogió de hombros y vio que su pequeño compañero se llevaba una mano a la frente y negaba con la cabeza. Quizás hiciera una historia de todo eso… No, sería demasiado patético. Aunque, ¿no había dicho alguien que incluso la peor basura podía resultar útil? 

Tenía dieciséis opciones para sentar cabeza como escritor veterano. Probablemente acumulara aún más. Un día, cuando ya se aburriera de la charla del demonio, de su taza de café, del recuerdo de ella, de escribir tres páginas diarias y del miedo, las continuaría.
Por ahora, solo tenía una cosa que decir.

―Buenas noches, Luzbel. ―El demonio suspiró.

―Buenas noches, Hernán.

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