Del baúl XVI

domingo, 8 de enero de 2012

 El Chico de los Naipes

                El metro de las diez de la mañana en un día de semana solía estar bastante desocupado, en especial en la estación en la que me encontraba. La magia de tener solo una clase en la mañana era que podía volver a casa sin ninguna de las incomodidades propias del mediodía o la tarde. Y cuando me refería a incomodidades, estaba pensando en la cantidad de gente que se acumula en los vagones. Apretados, como si estuviéramos en Japón, mis cosas se apachurraban contra los cuerpos y se me hacía difícil respirar.

                No era como si me quejara demasiado, en cualquier caso, porque aquello era preferible a tomar el autobus, que por lo general iba igual de lleno, era mucho más lento y costoso y el que siempre olía intensamente a bencina. Siempre el olor me revolvió el estómago, por lo que prefería soportar los pequeños inconvenientes del metro y volver a casa con apetito.

                Aquella mañana, la estación se encontraba bastante vacía. Observé el tablero que indicaba cuánto tardaría el próximo tren y solté un suspiro de resignación al ver que faltaban cerca de diez minutos. Prendí mi mp4 y subí el volumen a casi lo máximo de su potencia, cuidando de que no hubiera nadie cerca que pudiera molestarse, ya que no era de mi agrado el que el resto escuchara lo que yo.

                Me concentré en la música durante largos minutos, ajena en cierto modo a la gente que me rodeaba y solo preocupada de que el tren llegara lo más pronto posible y poder imaginarme de mejor forma las imágenes que la música formaba en mi cabeza. Era un momento bastante íntimo para mí, por lo que, pese a todo, me era bastante desagradable ir con alguien conocido de regreso a casa, pues implicaba menos música y más atención a una conversación.

                Con todo, aquel era mi día de suerte, porque no me había topado con nadie. Sonreí para mis adentros al pensar lo antisocial y extraño que era aquel pensamiento, pero desestimé la idea de inmediato, pues no me apetecía hacer filosofía existencialista a aquella hora de la mañana y con tan buena música en mis oídos.

                No obstante, luego de algunos minutos me di cuenta de que ya no estaba sola en aquella sección de la estación. Otro muchacho, de aproximadamente mi edad, estaba allí, parado con la usual mirada perdida del universitario fatigado, con sus audífonos puestos en sus orejas, la mochila al hombro y esperando con expresión aburrida. Fruncí el ceño, incómoda durante un instante —la gente de mi edad no suele ser muy agradable cuando no quiere serlo— y lo miré con discresión.

                Es increíble como todas las personas siempre condenamos lo superficiales que es la sociedad actual y cómo todos se dejan llevar por los prejuicios y las apariencias, pero que no tuvieran clara una cosa: si no conoces a una persona, tu mente automáticamente utilizará la apariencia de dicha persona para formular un juicio que permita una reacción de adaptación, ya sea de rechazo o de simpatía. Esta reacción era la única que cambiaba de acuerdo a la experiencia personal de cada uno, pero no por ello deja de existir.

                Y cuando vi a aquel muchacho, mi primera impresión fue de desagrado. Un típico chico en las últimas etapas de su adolescencia, vestido con ropa oscura, seguramente desdeñoso y seguro de sí mismo, que probablemente pasara los fines de semana borracho como una cuba, en compañía de sus amigotes. No alcanzaba a verle los ojos, pero la postura no indicaba nada fuera de lo normal. Estudiante. Ingeniería tal vez. Quizás agradable, bromista solo entre sus amigos, pero serio y tal vez tímido con extraños. Con todo, había algo que me producía... incomodidad.

                Desvié la mirada, un poco temerosa de que él me descubriera mirándolo —contacto visual incómodo—, procurando alejarme unos pasos, sintiéndome especialmente reticente a cualquier tipo de compañía en aquellos momentos. Otra canción comenzó a sonar en mis oídos y procuré ignorar todo tipo de estímulo externo. ¿Qué había pasado? Había sido una reacción del todo infantil ¿no era así? Sí, demasiado aprensiva.

                Pasaron algunos minutos y de reojo volví a observar al muchacho que continuaba allí, escuchando música. Sin embargo, algo había cambiado y que me hizo alzar las cejas con cierta extrañeza y sorpresa: tenía un mazo de cartas clásicas en la mano. ¿Por qué me causó tanta sorpresa? Porque las barajaba y las manipulaba de forma sistemática, como si estuviera buscando alguna carta en específico, sin conseguir hallarla.

                No era de lo más común encontrarse con algún muchacho con cartas en las manos o por lo menos yo no me había topado con demasiados. Como fuera, volvió a llamarme la atención y no pude despejar los ojos de sus manos, que continuaban jugando entre las cartas de forma continua. A veces sacaba alguna carta en particular —un tres de pica, una jota de corazones— y hacía un extraño movimiento con la mano como para voltearla. Como si estuviera haciendo algún truco de magia.

                ¿Qué podía decir? Sí que me llamó la atención, evidentemente. Era extraño, peculiar, diferente. Me atrajo de una manera muy extravangante. Eso es todo cuanto podía decir. Parpadeé cuando la puerta del vagón del tren que ya había arribado comenzó a pulsar frente a mí y la gente me arrastró hacia el interior. ¿Cuándo se había llenado la estación? ¿cuándo había llegado el tren?

                Entré algo desconcertada y quizás un poco avergonzada de mí misma por aquel lapsus, ubicándome en el rincón de la entrada, que siempre solía ocupar. Sí, él se colocó justo en frente, en un espacio que quedaba en paralelo a donde yo me encontraba. En ningún momento apartó la vista de sus manos, sin dejar jamás de barajarlas y pasarlas de una mano a otra. Ni siquiera parecía estar distraído con su música, era como si simplemente aquellas cartas fueran demasiado importantes para quitarles la vista de encima.

                —¿Me puede dar permiso? —preguntó una señora que quería ubicarse a mi lado y que por mi postura algo ladeada, le resultaba difícil. Nuevamente, aturdida, asentí con la cabeza, esbozando una cortés sonrisa y la dejé pasar. Observé con cierta paranoia la estación donde nos encontrábamos —no sería la primera vez en que me pasaba por andar algo distraída—, pero me tranquilicé, mirando que todavía quedaban muchas para mi destino.

                —Perdona, ¿me puedes pasar eso?

                Era el chico. Su mirada inexpresiva y quizás algo irritada, indicando una elegante jota de diamantes que, aparentemente, había salido de las manos del muchacho y había ido a parar bajo mi pie, consiguiendo que el cartón se doblara un poco. ¿Cómo había ido a parar ahí? ¿Cómo no me di cuenta? Debo admitir que si cualquiera hubiera creído que aquello podía ser el inicio de un romance al estilo de Romeo y Julieta era porque no podían ver la mirada furiosa y claramente oscura del muchacho. ¿Alguna vez han visto una mirada oscura? Realmente oscura, profunda, hundida, peligrosa, intimidante. Ese tipo de expresiones que te cautivan en una novela, pero que te aterrorizan en la vida real.

                Recogí la carta como una autómata y se la pasé sin decir una palabra, tragando saliva disimuladamente y tratando de parecer serena y no nerviosa. En cualquier caso, siempre podría interpretarse como timidez ¿no? El muchacho ni siquiera me dio las gracias, pero en lugar de volver a su original puesto, se colocó a mi lado, continuando con su ahora sicótica tarea con las cartas.

                No estaba segura de si estaba más asustada o fascinada. Analicé mis propias emociones, entendiendo que era una mezcla de ambas, ya que temía la extraña reacción del desconocido, pero me atraía muchísimo su comportamiento. Era absolutamente diferente. ¿O quizás era yo la que buscaba interpretaciones donde las simplicidad era la regla? Tal vez el muchacho simplemente era un freak que no le gustaba verse interrumpido. Tal vez soloera un chico aburrido y antipático. No precisamente había un significado distinto ¿verdad?

                —Elije una carta —ordenó el muchacho, acercándoseme de nuevo, con grave seriedad. Nuevamente, su mirada hundida y agresiva me hizo tragar saliva, pero esta vez también su hostilidad me hizo fruncir el ceño con cierta irritación. ¿Qué se creía? ¿Que podía venir y empezar a dar órdenes sin ton ni son? Por un segundo, consideré negarme y simplemente apartar la vista con dignidad, pero inmediatamente después me pareció que aquello podía ser una pésima y quizás desagradable idea.

                Alargué la mano y saqué una carta al azar, sonriendo irónicamente al ver que me había tocado la jota de diamantes. Era obvio que había trucado la baraja de manera que eligiera aquella de forma obligatoria. La miré durante algún rato, como buscando algo que la distinguiera de cualquier otra carta que hubiera visto antes, pero parecía común y corriente.

                —¿Qué pasa? —inquirió él, nuevamente en el mismo tono crudo—. ¿Por qué la sonrisa?

                ¿Qué? ¿Ahora no puedo sonreír? ¿Era delito acaso? Mi boca se movió en una expresión de molestia, pero no expresé más que eso. Después de todo, ¿qué tal si el tipo aquel no era algún tipo de sicópata? ¿O un esquizofrénico? ¿Y si lo hacía enfadar y me atacaba? Tal vez aquello no había sido una buena idea, después de todo. Debía ser precavida y cuidadosa. Era un desconocido, no debía olvidarlo. No era un viejo amigo o un compañero de clases.

                —Nada, solo me pareció gracioso que me saliera... —comencé con naturalidad.

                —¡¡No me digas cuál carta te ha tocado!! —ordenó con furia. No subió el volumen de su voz, que no era más alto que un susurro, pero su dureza y frialdad expresaban igual o mejormente la cólera. Me corté en seco, mirándolo con ya abierto temor y rechazo. Me mantuve en silencio, observándolo directamente a los ojos y tratando de esbozar una sonrisa nerviosa y casual.

                Él, ajeno a mi evidente reacción de aversión y miedo, abrió el mazo de naipes en la mitad, indicando que colocara la carta en medio. Así lo hice, viendo inmediatamente cómo barajaba maestralmente el mazo completo, sin vacilar un segundo y sin hacer contacto visual conmigo en ningún momento. Era como si entrara en trance cada vez que sus manos manipulaban las cartas. Aparté la mirada, observando si el resto de los pasajeros nos observaba, pero no era así. Todos parecían ocupados en lo suyo, como era usual, lo que me sumió en una sensación aún más profunda de irrealidad.

                —¿Es esta tu carta? —preguntó el muchacho, volviendo a atraer mi atención, colocando una carta en frente de mis narices con muy poca elegancia.

                Por supuesto lo era. La jota de diamantes, nuevamente, parecía burlarse de mí en aquel momento. Asentí con la cabeza, sonriendo, tratando de expresar mi admiración por el truco, pero el muchacho no parecía complacido. Al contrario, parecía más bien preocupado y quizás frustrado. Gruñó algo ininteligible y se alejó de mí, sin agradecer ni hacer ningún comentario.

                —Hey, pero qué...  —comencé a decir en voz baja, pero procurando elevarla para que me escuchara.

                —Estación Chorrillos —dijo la voz en vagón, anunciando que aquella era mi parada. Tragué saliva nuevamente, con un sabor amargo en la boca y me dirigí hacia la salida, muy confusa. Continué mirando al chico, ya incapaz de quitarle los ojos de encima o de ser discreta y deseando con todas mis fuerzas el no tener que bajarme del tren todavía. Qué ridiculez ¿no? Supongo que la ruptura de la rutina simplemente me había emocionado de una manera bizarra, porque no me explicaba ese repentino interés de mi parte.

                La gente me arrastró hacia la estación, bloqueandome la visión del joven, que había quedado tapado por otra avalancha de pasajeros que entraban. Suspiré, intentando verlo cuando le vagón pasara, pero fue inútil. Solo era una masa de personas, era imposible distinguirlo allí. Después de todo, no era como si fuera algo demasiado especial. Solo un poco raro. Esquizofrénico, como había pensado. Seguramente con alguna clase de síndrome. O simplemente un freak con una forma de ser muy hostil.

                Con todo, estaba seguro de que el chico —¡de quien ni siquiera sabía el nombre!— continuaría rondando mis pensamientos durante algún rato. Había sido una experiencia diferente, después de todo, aunque tampoco tan especial. No. Quizás debería pensar en otras cosas. Tenía asuntos pendientes. Asuntos más importantes a los que dedicarle atención. Sí, definitivamente. Una anécdota bizarra del metro, nada más. El chico de los naipes.

                Sonreí para mí misma, un poco aturdida aún por el choque de realidades y pensamientos que creía experimentar y me dirigí hacia la salida del metro, donde debería pasar mi tarjeta para continuar. Rebusqué entre mis cosas, mi billetera donde guardaba la tarjeta, ya decidida a transformar aquel incidente en algo interesante que contar cuando preguntaran. Pero cuando abrí la billetera, mi corazón se saltó un latido y fruncí el ceño, entre horrorizada, fascinada y sorprendida.

                Dentro, entre mi cédula de identidad y la tarjeta del metro, estaba una carta.

                La Jota de Diamantes. Y en ella, con una letra elegante y seductora, estaba escrita solo una pequeña frase, que consiguió hacerme sonreír, a la vez que sentía cómo un escalofrío bajaba por mi espalda.

                “Un recuerdo del chico de los naipes”.

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