Susurro: Trementina

martes, 20 de noviembre de 2012

Cuando el famoso pintor Lorenzo R. Pazo se sentó a las 7.37 de la mañana frente a su lienzo, con una jarra amarilla de café sin azúcar y una tostada con aguacate en un plato al costado, y tomó el pincel, se dio cuenta que no tenía nada que pintar.

Ni siquiera fue uno de esos usuales momentos de todo artista en que se sentía bloqueado, cansado y demasiado atareado como para dejar su mente en blanco y dejar que su creatividad fluyera. No fue un escalofrío en su brazo o un hastío por hacer algo a esa hora tan temprana cuando podría estar acurrucado en su cama tibia hasta mediodía.

No fue la pelea que tuvo con su hijo menor, un rebelde y ateo acérrimo que cuestionaba cada una de las órdenes que regían su vida, sobre el modo en que gastaba su dinero tan absurdamente en historietas que en nada ayudaban a su formación. Si quería ser un vago, podía serlo en otra parte, ¡pero jamás bajo su techo!

Tampoco era el dolor de piernas que lo había aquejado durante toda la semana y por el que había insistido a su médico de cabecera para que hiciera todos los exámenes posibles. "Es la edad", había insistido él. "Es la hora de los 'nunca': 'A mí nunca me había pasado esto... A mí nunca me había dolido tal cosa'. Deberá acostumbrarse, Lorenzo y llevar una vida saludable". Vaya asco de médico. ¿Para eso le pagaba cuarenta dólares la hora?

Había creído incluso que podría deberse a la cuenta que había olvidado pagar hace dos días y que había generado un pequeño drama en el interior de su hogar. Era solo el agua. ¡Y qué si lo cortaban! Pagarían y exigirían el servicio de vuelta. Además, Manolo, el abogado de la familia, había dicho varias veces que las empresas no tenían derecho a cortar los servicios por impago. Creía incluso haber anotado el artículo de la ley que lo decía, dónde lo habría dejado...

Llegó a considerar inclusive que tanto tiempo separado de su ex mujer comenzaba a afectarle en su desempeño normal. Hacía unas cuántas horas había recibido otra de sus cartas, exigiendo el dinero debido por el divorcio, y eso siempre lo ponía de un humor irascible y hosco, del cual salían cuadros bastante horribles y mediocres, pero que la crítica consideraba fabulosos. "La expresión máximo del sufrimiento humano en medio de una tormenta de ira agónica".

Más bla bla para la misma basura de siempre, sin duda, pero esa clase de pensamientos los reservaba para cuando tenía una botella sin abrir de vodka y una rodaja de limón lista para ayudarle a olvidar las penas. Quizás el beber con tanta frecuencia había mermado sus capacidades artísticas, aunque incluso en el medio se decía: "Borracho, pinto mejor".

No, Lorenzo R. Pazo no podía servirse de ninguna de las excusas que cualquier hombre corriente habría pensado de inmediato. Sabía qué estaba sucediendo, aunque le entristeció pensar que había ocurrido tan pronto. Pensó en todos esos grandes artistas que prácticamente habían muerto abrazados a sus últimos y horrendos cuadros, oliendo a pintura y con las yemas de los dedos manchados de óleo y carboncillo.

Había fantaseado incluso con la idea de hacer pelear a su hijo, su ex mujer y a varios de sus parientes más lejanos por la magnífica herencia, rica en dinero y en obras inéditas, que dejaría en su lecho de muerte. ¡Qué va! ¡Incluso había imaginado toda una novela policiaca al respecto! Murmurar con su último suspiro la ubicación de una caja fuerte llena de joyas en algún banco de la ciudad... Cómo se reía de esas ocurrencias.

Ahora todo eso había perdido sentido. Suspiró con pesadez y se llevó a la boca la jarra de café, que increíblemente le supo más dulce que lo acostumbrado. Seguramente había cambiado de marca de café sin darse cuenta. Dio un mordisco a la tostada con aguacate y se quedó mirando el lienzo en blanco mientras continuaba con el pincel en la mano.

"¿Y si pinto por última vez?". Sabía que era su orgullo el que estaba hablando. No podía abandonar así como así, de un momento para otro, sin transmitir algún mensaje, algún consejo, alguna enseñanza, algún misterio insondable, aunque fuera a los mentecatos desabridos de la crítica contemporánea. Algo tenía que hacer para sellar toda una vida en el arte.

Lorenzo R. Pazo soltó una carcajada y, hundiendo la punta del pincel en el óleo color rojo, lo llevó hasta el lienzo sin dejar de reírse. Una carita feliz, como la de un niño, le devolvió la mirada. Dos grandes puntos y una curva chorreante en rojo. Alegre. Perfecta. La mayor obra maestra que jamás había creado.

El pintor se levantó y dejó sus materiales allí, casi como si fueran viejos amigos a los que ahora dejaba marcharse. No tenía nada más que pintar. Y nunca más volvería a hacerlo.

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