Honestidad (II)

domingo, 9 de septiembre de 2012

―He tomado una decisión ―anunció Aillea ante el Consejo. Esperaba que ninguno de los tres sujetos que la rodeaban en la mesa circular notara el cansancio en su rostro o el rastro de lágrimas en sus mejillas, pero no podía preocuparse particularmente de esos detalles. Sabía con exactitud las reacciones que estaba despertando, pero si se ponía a pensar en los “qué diría” de la situación, nunca podría llevar adelante su plan.

R estaba furioso, como siempre. Consideraba el mensaje entregado una humillación y una insolencia, un insulto infame a la inteligencia y el honor de La Agencia entera. Ardía en deseos de conseguir una autorización para un ataque frontal, más para defender su propia reputación que por buscar venganza en nombre de su superiora. Lo había incluido en el Consejo por su innata capacidad para meterse en problemas y tomar decisiones rápidas, pero en aquellos momentos, Aillea se preguntaba en qué pensaba cuando hizo algo así.

Igor permanecía inmutable, analizando todas las opciones posibles. A diferencia de R, pensaba en el futuro de La Agencia y en los inevitables cambios que se avecinarían cualquiera fuera el camino tomado. Su distancia y frialdad profesional lo destacaban como un buen estratega, pero era poco entendedor de los hombres, acostumbrado a tratar con cifras y órdenes. Muy distinto a Tajem, sin duda.

El gato consejero destilaba sabiduría y prudencia y su agudeza era una de las más apreciadas en La Agencia. Aillea estaba segura de que él ya sabía que lo iba a decir y ya había considerado el plan de acción que propondría. La Jefa confiaba en que entendiera no solo la externalidad de su decisión, sino también sus motivos más profundos. «Espero que entienda por qué estoy haciendo esto».

―Luego de leer el mensaje con cuidado y de tomarme el tiempo suficiente para ordenar mis ideas ―carraspeó un poco―, he decidido que la mejor estrategia será enviar otro mensaje.

―¿En serio? ―saltó de inmediato R con sarcasmo levantándose bruscamente de su asiento―. ¿Acaso a esos extremos ha llegado nuestra humillación? ¿Nos provocan y solo respondemos con un mensaje?

―Siéntate, R ―ordenó la mujer con frialdad―. Si no puedes entender las reglas básicas de esta relación, tendré que pedirte que te retires. Existen protocolos a seguir que no pienso romper. ―Se apoyó en el escritorio y soltó un suspiro―. Merecen respeto y respeto les daremos.

―¿Eso no tendrá relación con su confesión? ―inquirió Igor. Aillea sintió que el corazón le daba un vuelco, pero observó a su consejero con una mirada impasible―. Eso no es cualquier cosa, ¿no es así? Dejó de ser un mero protocolo desde el momento en que ellos utilizaron esa carta.

―Un truco indigno y despreciable ―soltó R con odio en su voz.

―Sabes que La Agencia responde completamente ante ti ―continuó Igor― y que has compartido muchos secretos con ella. No es un misterio para ninguno de nosotros tu falta de hostilidad hacia los tres hermanos.

«No sigas por ahí, Igor», rogó la Jefa en su mente, pero tampoco alzó la voz para evitarle continuar hablando. En realidad, era completamente inútil, ya que el Consejero tenía razón: La Agencia conocía sus secretos, para eso había sido creada. No tenía demasiado sentido mentirles a ellos, aunque le hubiera encantado.

―¿Responderás a lo dicho por Ulises? ¿O continuarás en la guerra con los hermanos?

―Todo es uno. Lo dicho por… ―tragó saliva― Ulises es parte de los tres hermanos. ―Trató de mantener firme la mirada mientras se enfrentaba a Igor, pero aquello empezaba a irritarla―. ¿Qué insinúas?

―¿Por qué no nos lo dices tú?

―¿Dejarías de responder mis preguntas con otras preguntas? ―gruñó ella, sintiendo que su paciencia comenzaba a acabarse.

Igor soltó una suave risa y asintió con la cabeza. Conocía su lugar y, aunque le parecía una pérdida de tiempo aquella farsa, debía respetar los deseos de la Jefa, que por algo lo era. Juntó las manos sobre la mesa y, luego de mirar a sus compañeros, alzó la voz:

―¿Sientes lo mismo?

―Eso no es de tu incumbencia, consejero. Y de todas maneras es algo irrelevante ―mintió ella con serenidad, enorgulleciéndose de que su voz y su mirada no vacilaran ningún instante. Esperaba que los oídos de Tajem no fueran lo suficientemente desarrollados como para escuchar su respiración o su ritmo cardíaco.

―¿Alguien más tiene preguntas estúpidas que compartir con nosotros?

―Déjame ver si entendí ―intervino R con un tono de voz más moderado de lo usual―. Nos convocaste a los tres para avisar que enviarás otro mensaje. ¿A nadie más le parece absurdo? Si solo quisieras mandar un mensaje, ninguno de nosotros estaría en esta sala.

Aillea sonrió por primera vez desde que los había mandado a llamar y sacó desde uno de los cajones de su escritorio tres pequeños cofres de madera.

―Porque vamos a jugar a la búsqueda del tesoro. ―Se aclaró un poco la garganta y continuó su discurso―: Ocultarán estos tres cofres en tres lugares distintos que yo indicaré. Dentro de cada uno habrá mensaje. Además, deberán entregar un mensaje personal, un mapa que ayudará a los tres hermanos a encontrar la ubicación de los cofres y un tablero de ajedrez con… espero estén anotando… las siguientes posiciones:

1. Peón en A5
2. Peón en H5
3. Peón en E8.

―Las ubicaciones de los cofres, ¿no? ―intervino Tajem con perspicacia―. ¿Qué habrá dentro de cada uno de ellos?

Aillea no respondió inmediatamente y sacó tres sobres iguales. Cada uno de los sobres contenía un mensaje que no le revelaría a sus subordinados, pero que recordaba perfectamente. El primero era el más largo de todos:

”El ancla lloró amargamente al ver que el barco deseaba marcharse y dejarla abandonada. Pero ella sabía que debía permitirle marchar para cumplir sus sueños. El barco ha regresado y el ancla llora de felicidad. ¿Debe temer que la historia se repita y resignarse a que el barco se marche otra vez a recorrer mejores mares?”

El segundo era, sin lugar a dudas, el más importante de todos y el que se arrepentiría de enviar si no lo hacía pronto. Era un pequeño acertijo que, no lo dudaba, resolverían con bastante rapidez. Solo esperaba no estar cometiendo un error. Aillea reflexionó por unos instantes: ¿qué pasaría si todo salía mal?

Susurro #22, doceava línea. ¿Quién dice que no puedes ser tú?

El tercer mensaje era más bien una bandera blanca de paz o un olivo. Una pequeña ayuda en agradecimiento por la arrasadora sinceridad que habían usado en su contra.

Traducción del francés: “I still trust you”.

Sacó otro sobre, un poco más pequeño en donde un peculiar mensaje estaba escrito. En su encabezado rezaba lo siguiente:

“A = Z; B = Y; C = X… Leer solo si has encontrado los tres cofres”

El cuerpo del mensaje era simplemente ilegible. Al menos para quienes no hubieran seguido la instrucción del encabezado.

Givh xlhzh jfv jfvirz wvxri vhgzn vn olh xluivh. Kilyzyovñvngv nl ufviz oz ivhkfvhgz jfv jfvirzh, kvil ufrhgv gf jfrvn qftl oz xzigz wv oz hrnxvirwzw. Xzwz ñvnhzqv gizv fnz kilufnwz zovtirz, kvil gzñyrvn vo ñrvwl wv jfv hvz vo fogrñl. Ñzowrgl hvizh hr nl ñv xivvh.

Nl jfrvil hvi vo znxoz wv nzwrv, kvil gzñklxl ñv ivnwriv. Vhl vh gzyozh, ¿nl vh eviwzw? Hv jfv xln xzwz kzozyiz ov sztl wzml z ñfxszh kvihlnzh b ñv tfhgzirz hzyvi xlñl ivñvwrziol. Ñv tfhgzirz hvi wruvivngv kziz jfv glwl ufviz ñvqli. Hr vnxlngizhgv vo hvtfnwl xluiv, bz hzyizh kli jfv vivh ñr Ovxgli Rwvzo. Xivl jfv gv jfrvil, zfnjfv vhl nl gv zbfwv. Xivl jfv gv jfrvil wvñzhrzwl.

Zs, b nl vivh fn xlyziwv l fnz uifgz b nl ov wvyvh uzelivh z nzwrv. Yfvnl, z ñr hr ñv wvyvh fnl:


Nl gv ezbzh. Nl glwzerz, ¿vhgz yrvn?

―Ninguno de ustedes necesita saber el contenido de los mensajes. Deberán limitarse a colocar los cofres en las posiciones acordadas, entregar el mapa, el tablero y el mensaje personal. ¿Alguna pregunta? ―dijo la Jefa tratando de controlar el dolor de cabeza que le impedía concentrarse del todo.

―Sí, ¿qué pasará luego de que entreguemos estos mensajes? ―preguntó R con una mirada de impaciencia. Era evidente que le molestaba profundamente el no poder saber el contenido de los mensajes. La Jefa se tomó un par de segundos para responder esa pregunta.

―Supongo que lo sabremos en tres días. ―Trató de aclararse un poco la garganta―. Pase lo que pase, La Agencia seguirá funcionando, de eso no les quepa duda. ―Temblaba un poco, pero su determinación se dejaba traslucir en sus palabras―. Lo hemos hecho antes, podremos hacerlo de nuevo.

Aillea no dio pie a réplica y con un movimiento tajante les pidió a todos que se retiraran con las cosas. Tajem se quedó atrás, ya que esa tarea no le correspondía, pero vigiló con sus ojos ambarinos cómo Igor y R salían de la oficina principal, dando voces al resto de los empleados para cumplir la orden que, a regañadientes, debían acatar.

Cuando todos se marcharon, la mujer se dejó caer en el sillón y bajó la cabeza con abatimiento. Apenas podía concentrarse por el dolor que sentía martilleando sus sienes, pero, en un modo quizás retorcido, lo agradecía, porque no quería pensar en todo lo que se avecinaba. Sintió como, contra toda voluntad, volvían a humedecerse sus ojos y solo sintió rabia contra sí misma.

«Soy un ancla». Aquello era un error. Los tres hermanos solo estaban compitiendo en un juego, no esperaban respuestas definitivas. No esperaban sentimientos o debilidades, solo querían misterios que resolver y expectativas que cumplir. «Ellos no quieren saber qué siento, solo quieren divertirse», pensaba con un dejo de amargura. Sacudió la cabeza. No, claro que no. Ellos no eran así, era solo que…

A penny for your thoughts? ―preguntó Tajem con algo en su expresión que parecía ser una sonrisa. La Jefa sonrió al ver que utilizaba una expresión inglesa en lugar de su traducción, pero guardó silencio―. No existen los milagros, Aillea.

―Lo sé ―dijo ella con la voz quebrada en al menos cinco partes. Apretó los ojos y se negó a mirar al gato consejero―. ¿Esto es un error, Tajem? ¿Debería…?

―… ¿Ignorar lo que sientes? ¿Ignorar que esto te importa? ―completó él, subiéndose al escritorio y acomodándose encima de los papeles a solo centímetros de ella―. ¿O acaso te arrepientes de haber sido sincera?

Ella rió sarcásticamente.

―Es probable que no me crean. ―La amargura era evidente en su voz―. Quién sabe qué van a pensar, pero seguramente no será bueno. ―Tomó la parte final de la historia, donde Eric había dejado un breve mensaje y se maldijo por mancharla con lágrimas―. ¿En qué irá a terminar todo esto? ―Sonrió, comiéndose la tristeza―. ¿A cuántos más lastimaré? ―Su sonrisa se acentuó―. ¿Cómo es que lo llamaría mi profesor? ¿Complejo de narcisista? ¿Creer que todo es tu culpa, porque te crees capaz de todo?

El felino no respondió y observó a la chica empequeñecerse en sus propias emociones. Sintió lástima y compasión, pero también comprensión. Ella nunca corría riesgos, siempre mantenía todo bajo control y dirigía la Agencia con firmeza, pero era tan vulnerable como cualquiera cuando se trataba de sí misma.

«Chico astuto», pensó otra vez Tajem. «Me pregunto si te das cuenta de lo que estás provocando».

―¿Qué es lo peor que podría pasar? ―preguntó el consejero en voz baja.

El gato consejero sabía por qué ella no respondía. Estaba sumida leyendo por quinta vez la historia que había provocado el revuelo en toda La Agencia. Lo sabía, porque podía notar cómo luchaba por contener un sollozo. Suspiró.

―¿Por qué lloras?

¡Se le ocurrían tantas respuestas! Por el dolor que estaba causando, por el miedo que sentía, por la esperanza que la estrujaba contra sí como una mano de hierro, por la lejanía o la cercanía, por lo imposible. Pero nada de eso tenía sentido ¿o sí? ¡Qué importaba todo! ¡Qué importaba lo que sintiera! «A mí me importa, idiota», se recriminó para luego soltar una carcajada.

De nuevo, nunca dije nada de una relación. Solo amar a alguien…

Quizás allí estuviera la respuesta a todo, aunque los párrafos siguientes destruyeran todos sus pensamientos. Solo hacerlo. Sin pensar. Estúpidamente. Cerró los ojos y se enjuagó las lágrimas con una sonrisa rota.

―Porque soy solo una sombra que quiere a otra sombra ―Le guiñó un ojo y se levantó de su asiento. Necesitaba descanso desesperadamente―. Y ni siquiera soy una sombra muy bonita. ―Soltó una carcajada y, sin esperar respuesta de su consejero, que también sonreía, desapareció entre los pasillos de La Agencia con lágrimas nuevas derramándose por el suelo.

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