Dos, pero solo uno

miércoles, 10 de octubre de 2012

―¿Quieres? ―preguntó Ana María, tendiéndole al chico la infantil caja de jugo de durazno. Él la miró con una expresión divertida y, burlesco, exhaló todo el humo del cigarrillo sobre su rostro, haciéndola toser y manotear para intentar en vano alejar el humo―. ¡Hey, luego me muero de cáncer!

Nelson rió por lo bajo y dio otra calada a su vicio personal, un poco molesto por el brillo del sol que le daba de lleno en sus ojos oscuros. Hizo visera con la mano y sonrió al ver que su compañera bebía inocentemente de la bombilla del jugo, como una niña de cinco años, embobada en su propio mundo de unicornios.

«Seguro está pensando en cómo matar al pobre diablo que va caminando allá», se dijo el adolescente, sabiendo que aquella apariencia indiferente y distante solo ocultaba una personalidad impredecible y algo fría. Ella, por supuesto, notó que la estaba mirando, pero fingió no haberlo hecho. Aquellos minutos del día estaban hechos precisamente para jugar a que eran distintos.

―No sé bailar ―dijo Ana María de pronto, aun con la mirada fija en un punto indefinido de aquel parque algo solitario. La presencia de unos gigantescos ―y dolorosos, por lo que ella decía todo el tiempo― auriculares sobre sus orejas, le daba un aspecto algo torpe e incluso distraído. Nelson frunció el ceño mientras sentía como la nicotina y miles de toxinas se impregnaban en sus pulmones.

―Eso ya lo sé. ―Se encogió de hombros―. Podrías aprender.

―No quiero hacerlo. ―Ella esta vez le miró con una sonrisa irónica―. Tú no sabes tampoco.

―¿Cómo sabes eso? ―Era verdad, por supuesto, pero no recordaba que lo hubiera mencionado en alguna ocasión. No obstante, aquella simplemente era una pregunta retórica, porque no tenía caso hacer esa clase de preguntas. No con ella―. Podríamos aprender.

Ella soltó una carcajada y apretó la cajita de jugo vacía entre sus manos con una inusitada fuerza. Mordisqueando la bombilla hasta que la hiciera pedazos en algunos minutos, se levantó y le hizo una escueta seña para que la siguiera. Nelson revisó rápidamente cuántos cigarrillos le quedaban y se consoló pensando que a medio camino por aquel sendero, había un quiosco donde podía comprar.

―Podrías fumar ―sugirió él como cada día en son de broma―. Así yo tendría que ocultarme del humo. ―Ana María le dedicó una mirada irónica y él no pudo ahogar una sonrisa. Caminaron en silencio durante algunos minutos: ella parecía concentrada en una música que no existía, haciendo algunas muecas de dolor por los audífonos apretados y él parecía vagar sin rumbo, siguiéndola por alguna especie de caprichoso deseo.

La primavera comenzaba a hacer estragos en toda la población: ya habían aparecido algunas poleras y las chaquetas se mezclaban sigilosamente entre las sandalias. Era aquella época del año en que hacía calor un segundo y un frío glacial al otro, por lo que la gente no tenía más opción que tentar a la suerte o ir con un armario en los bolsos.

No se detuvieron hasta llegar al otro extremo del parque, donde el ruido ambiental era bastante más fuerte y los pitazos y frenazos se sucedían uno tras otro en un compás desagradable. Ella cruzó la calzada como si llevara un plan trazado en la mente, pero algo en sus modos de mirarlo de soslayo y su ritmo al caminar, le atrajo la atención.

―¿A dónde vamos?

―¿Qué? ¡Yo te estaba siguiendo a ti!

―¡Pero si ibas delante de mí! ¡Y fuiste tú la que me hizo señas!

―Solo empecé a caminar, pero creía que íbamos a alguna parte…

Nelson soltó una carcajada y arrojó la colilla del cigarrillo en un basurero. Negó con la cabeza y aferró su mano con una mirada fastidiada y entusiasmada. Ella, sincera, pero astuta, se encogió de hombros y la apretó como quien no quiere la cosa, como si fuera la primera vez. Sus manos, algo sudadas y llenas de humo, la hicieron reírse y también a él, que, sabía que ella no iba a soltarlo y que a él no le importaba pasar por un tonto apestoso a cigarrillo.

―Es asqueroso, ¿lo sabes? ―se burló él sintiendo que ella se reía en la yema de sus dedos.

Ella asintió con la cabeza y comenzó a caminar, tirándole poco a poco. Siempre sería ella la que lo estaba siguiendo y él quien creyera, quizás con razón, que era ella quien tenía un plan.

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