Susurro: Aquella caprichosa dama

viernes, 22 de febrero de 2013

¿Qué probabilidades había de que Juliana pudiera conseguir esa entrevista de trabajo en el bufete más exquisito de la ciudad? ¿Qué chances tenía Tomás de ganarse la PS3 en el concurso de esa revista? ¿Qué probabilidades tenía Consuelo de encontrarse con un cheque al portador en la acera? 

No eran pensamientos cotidianos los que tenía Lorenzo. Recordó todas las veces en que alguno de sus más íntimos conocidos había puesto su confianza en aquella dama caprichosa llamada Azar y todas las veces en que les había favorecido. Él siempre se alegraba genuinamente de aquellos absurdos de la vida que hacían sonreír a sus amigos y familiares. 

Nunca sentía envidia o rencor por haber nacido con una suerte promedio “tirada a penca”, como siempre decía con una sonrisa. Tenía un gran sentido del humor y siempre lograba sobreponerse a los sinsabores de la fortuna. Después de todo, ¿qué era lo peor que podía pasarle? No era como si estuviese marcado por una maldición, ¿verdad?

Suponía que el lanza que le había quitado el maletín necesitaba el dinero. Confiaba en que le habría arrancado una carcajada a sus compañeros de trabajo cuando llegó con un pésimo corte de pelo. Se le iluminaba el rostro cuando su novia se tapaba la boca, ahogando una sonrisa y ariscando un poco la nariz, cuando él confesaba haber pisado una caca de perro.

Lorenzo, sobre todas las cosas, era un hombre optimista.

Pero cuando el cañón del revólver hechizo de aquel delincuente furioso se giró hacia él, no pudo evitar palidecer y empezar a soltar tacos en su mente. Por primera vez, se dio cuenta de que su mala suerte no había hecho más que aumentar día a día, amenazándolo con aquel final inminente. La misteriosa dama se acercó a él y se quedó observando en silencio.

―Espera… espera… ―balbuceó Lorenzo alzando las manos―. Si quieres…

―¡Cállate, hueón! ―El muchacho, porque no podía tener más de quince años, aferró el arma con más fuerza. Se notaba nervioso, lo que siempre era una mala señal y volvió a ladrar―. Vamos, suelta la hueá. 

―Sí, sí… 

Empezó a rebuscar entre sus bolsillos por su billetera. Con esa ya sería la cuarta vez en un año que lo atracaban y la primera que lo hacían con un arma de fuego. No entendía por qué estaba pensando todas esas cosas en un momento así, pero las manos le temblaban de solo pensar que su vida pendía del aplomo de un delincuente juvenil inexperto. 

―¡Apúrate, conch…!

Tan pronto como ambos vieron a la patrulla estacionar frente a la calle, las cosas se precipitaron. Lorenzo encontró al billetera y la sujetó con la mano como un arqueólogo que acabara de descubrir un nuevo fósil de transición. Dos segundos más tarde, el chico se la arrancaba de las manos y se echaba a correr.

―¿No vas a hacer nada? ―preguntó la dama, pero, por supuesto, él no podía oírla.

Lorenzo suspiró de alivio al verse ya fuera de peligro y pensó en todos los trámites que tendría que hacer para cancelar las tarjetas y evitar problemas. Una náusea extraña lo abatió al pensar en todas las caras de incredulidad cuando lo contara. Últimamente había notado que sus desventuras, lejos de despertar una sonrisa simpática en el rostro de otras personas, empezaban a provocar muecas de disgusto. Como si estuviera apestado.

―¿No vas a hacer nada? 

Cinco minutos más tarde, Lorenzo le sonreía a dos jóvenes carabineros que apenas ocultaban su sonrisa e incredulidad ante su tobillo, lastimado por la carrera mientras le recomendaban ir a un consultorio u hospital para un chequeo, no sin antes palmearle la espalda varias veces. 

―Mire que perseguirlo de esa manera… ―dijo el más joven de los dos con otra risita mientras arrastraba al individuo a uno de los coches patrulla. 

Lorenzo se encogió de hombros y escuchó atentamente las instrucciones para presentar una denuncia y todos los procedimientos que tendría que seguir para dar por cerrada esa situación. Volvía a sonreír. 

Era un hombre con buena suerte y con historias para contar. Historias que parecían ser desafortunadas, pero que siempre terminaban bien, que siempre acababan con él triunfando sobre esas caprichosas posibilidades, decidió. La dama Azar esbozó una sonrisa. 

«Otro menos del que preocuparme», pensó desapareciendo de aquella calle. Había muchos más que todavía estaban dispuestos a guiarse por ella. Ya encontraría otro Lorenzo, seguramente en esa misma calle.

Solo era cuestión de tiempo. Y algo de suerte...

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